Acabo de leer este artículo, de Luis García Montero. Con veinte años luchaba por la salida de la esclavitud del hambre de los pueblos en vías de desarrollo, y pasé a pringarme en resolver lo cercano, lo de los vecinos del cuarto mundo que están aquí mismo. Entonces no era una enferma terminal, ni pobre. Hoy lo soy, y la rabia me lleva a lamentar lo poco que hemos avanzado.
Pero, ¿por qué? Por qué no somos capaces de imaginar salidas. Aunque las salidas todos las vemos. Están ahí. Empiezan donde nuestra calidad de vida termina. Nos merecemos una revolución sea la que sea. Ya no hay barricadas, así que habrá que hacerlas con los mandos a distancia de las teles, o denunciando en las redes. O lo que sea. Si yo puedo -que estoy como estoy, que ingreso de nuevo en unas semanas cuando aún ni deshice la maleta de la hospitalización anterior-, todos podemos. Hemos dejado de cantar aquello de "mi paz, mi hembra y la fiesta en paz" por el "no te metas a mi feisbuuuuu", con acento argentino. Hay que levantarse. Y hay que hacerlo ya. No por nosotros, que ya poco arreglo veremos. Hay que hacerlo por los que nos siguen, por los jóvenes, por nuestros hijos. Que esto que leemos no es ciencia ficción, que no es virtual. Es real. Cuando suframos el copago o la sanidad híbrida, que ni pública del todo ni privada del todo, no nos servirá el mando para nada por más que clikeemos los botones. O nos movemos, o game over.
Beatriz González Villegas.
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Vivir y morir de rodillas
En su libro El refugio de la memoria (Taurus, 2011), escrito
mientras una esclerosis lateral iba paralizando su cuerpo hasta
llevarlo a la muerte, el historiador Toni Judt escribe una afirmación
tajante: “Sabemos perfectamente que la fe sin límites en los mercados
desregulados mata”. Judt, que durante muchos años denunció las
dictaduras del socialismo real, muestra un interés angustioso en
explicar que el neoliberalismo, actual devorador de los sentimientos
sociales, se ha convertido en una nueva consigna totalitaria. Según
afirma él, la mejor manera de medir el grado de esclavitud en el que
una ideología mantiene a un pueblo es la incapacidad colectiva para
imaginar alternativas. La sensación de impotencia define bien el estado
con el que muchos ciudadanos, envueltos por una degradación alarmante
de la realidad democrática, con una economía cada vez más injusta y una
soberanía cada vez más limitada, soportan los dictados oficiales de
los responsables de las instituciones financieras. Todo se resuelve en
un diagnóstico: ustedes deben ganar menos y perder derechos para que los
especuladores tengan mejores beneficios. Y quien quiera separarse de
esta lógica parece condenado al abismo.
El neoliberalismo mata. Me acuerdo de Toni Judt al leer un estudio
publicado por David Stuckler en el British Medical Journal, “Crisis
presupuestaria, salud y programas de bienestar social”, en el que se
analiza la relación entre los recortes de los gobiernos europeos y el
aumento de la mortalidad. Ahorramos a costa de adelantar nuestra
llegada a la tumba. Las muertes por tuberculosis aumentarán en Europa
un 4,3 % y un 1,2 % la mortalidad cardiovascular. Este es el horizonte
vital en el que la derecha civilizada que gobierna en Catalunya anuncia
que reducirá un 10 % su inversión sanitaria, uniéndose al club de los
desmanteladores de la sanidad pública, encabezado por las comunidades
de Madrid y Valencia. Según las encuestas, los ciudadanos van a
agudizar con su voto en las próximas elecciones esa tendencia ideológica
a la privatización sanitaria. Vivimos y moriremos de rodillas.
La dirección política parece clara. Se trata de expulsar de la
sanidad pública a las clases medias. El que pueda que pague su propia
salud. La atención pública atenderá sólo a los más pobres. Y claro
está, como denuncia con frecuencia el diputado Gaspar Llamazares, una
medicina para pobres está condenada a ser una pobre medicina, una
oferta caritativa de servicios en vez de un derecho universal. Los
ciudadanos serán unos irresponsables si se empeñan en mantener sus
derechos. Ellos tendrán la culpa de todas las desgracias al reclamar un
gasto insostenible. Frente a eso la mejor receta neoliberal implica el
recorte de inversiones públicas y la confianza en la iniciativa
privada.
¿Recortar inversiones? Aunque la ideología totalitaria del
neoliberalismo nos impida imaginar alternativas, los datos reales son
tozudos. El nuevo hospital de Asturias, puesto en marcha con inversión
pública directa, ha costado 350 millones de euros. El hospital de
Majadahonda, con menos camas, gracias a la inestimable colaboración de
la iniciativa privada, nos cuesta 1.250 millones. Un informe de la UGT
(¡qué incómodos son siempre los sindicatos!) demuestra que una cama de
hospital, en concertación con la iniciativa privada, cuesta un 30% más
que en la sanidad pública. ¿Necesitamos ahorrar? Pues atención a este
dato analizado por CCOO. Los ochos hospitales de Madrid creados a
través del método PFI (iniciativa de financiación privada) costarán
unos 5.000 millones. La inversión pública directa hubiese reducido el
gasto a 700 millones. Después de que estallara la burbuja inmobiliaria,
ya podemos suponer dónde fue a esconderse la especulación que tanto
anima los entresijos madrileños de Esperanza Aguirre. Y para los
partidarios del copago como camino y fe de ahorro, otro dato: el gasto
farmacéutico español, ámbito en el que se ha instalado tan buen consejo,
duplica la media del gasto europeo.
El totalitarismo de la ideología neoliberal tiene que ser muy fuerte
para conseguir que comulguemos con estas ruedas de molino. Toni Judt
murió de parálisis. A nosotros nos va a pasar lo mismo como no seamos
capaces de imaginar una alternativa.
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