Cada día entiendo menos. Será que mi cerebro se encoge por eso de “va a ser el riego”, o por la diabetes, o porque los que dicen hoy “digo”, mañana te hacen creer que dijeron “Diego”. Y amén Jesús, ni chistes, ni murmulles, o te llamarán majara.
Tengo un Centro de Salud muy bueno. No porque tenga de todo, sino por los que allí trabajan. Y el que más trato en ese Centro es a mi médico, el Dr. Baquerizo. Es de los que no tienen prisa. De los que escriben en el ordenador, pero después de mirarte a los ojos y oírte, después de auscultarte, o de mirar como miran los médicos antiguos, esos que te radiografiaban con la mirada en plan Supermán, y encima acertaban. Pues, últimamente, los especialistas de Málaga le están encargando de todo a él, al de Primaria.
Soy diabética, con un tratamiento sustitutivo de trasplante renopancreático llevado a cabo en el Hospital malagueño Carlos Haya. A los sevillanos nos hacen ir allí a trasplantarnos. Y no nos iba mal. Pero ya no lo sé.
Me hago 500 kilómetros para ir a la consulta de trasplante de riñón. Los nefrólogos que nos llevan se encargan de revisarnos cada tres o cuatro meses una serie de ítems de los que los pacientes no tenemos por qué saber: que si creatinina, HDL, LDL, HbA1c,… A chino es a lo que nos suena a nosotros. Y es lo suyo. Son ellos los que han de saber de siglas. Por obligación. Nosotros aprendemos, pero por devoción. Por eso, y por miedo.
Pues a lo que iba: que sigo sin saber para qué sirve un especialista, y os cuento lo que me ha pasado en mi última revisión en el Carlos Haya: cuando entré en consulta, ya mi médico tenía en sus manos los análisis que me hice. Le entregué los dos diarios, el de tensiones, y el de glucemias. Y perdí mi tiempo, esos preciosos cinco minutos, solicitando un informe de visado. Resulta que estamos a 2015, y el último que me entregaron allí fue en 2.012, pero no porque se me olvidara (que aquí, como en muchas otras consultas, la culpa de todo es del paciente), sino porque no se me entregó. Primer problema. Alguien muy listo prescribe a alguien un medicamento que ha de ser visado por un inspector en el centro de donde proceda el consumidor pastillero. Pero si quien prescribe deja de hacer ese informe, una de dos, o el consumidor ya no necesita de esas pastillas, o no hay forma de justificar que se sigue consumiendo, salvo por buena voluntad. De esa voluntad se aprovechan los listos que siguen sacando pastillas para venderlas cuando ya no las necesitan. Por eso es necesario visar, y avisar.
Mi especialista salió por la tangente cuando pedí el informe, con unos argumentos que no acababa de comprender sobre que han de pagar no sé quiénes, y no ellos, y que no podía perder su tiempo (el mío, que no les veré hasta dentro de otros cuatro meses) en esas cosas. Y no se habló más.
Salí tan patidifusa que hasta llegar al ascensor no me acordé de lo de las tensiones (casi hago de doble del niño de “¡anda, los donuts!"). Resulta que en el último mes, la máxima me ha ido subiendo, y últimamente estoy rondando los 180. Busqué a mi especialista por todo el hospital, pero andaba de reunión. Y de nuevo sentí que había ido para nada.
Ha sido mi médico de AP quien me ha mandado subir la dosis de Losartán, dosis que, por otra parte, ni siquiera aparece en mi informe de consulta de trasplante, porque allí no hay tiempo ni para poner HTA en el ordenador.
¿Para qué sirve entonces un especialista?, ¿para asegurarse que los gastos de los pacientes que llevan no hagan empeorar el cumplimiento de sus objetivos?, ¿para que sean los médicos de Primaria los que hagan sus labores?, ¿para aburrirnos obligándonos a ir a sus consultas, pero privadas? Porque, y no es idolatría a mi Dr. Baquerizo, bastaría que siguiera el mismo libro sobre niveles óptimos de tacrólimus (que los de creatinina se los sabe al dedillo) para que cada cuatro meses me ahorrase esos 500 kilómetros y esas caras de “estreñíos” –con perdón- de sus colegas hospitalarios.
Pero hay más. Tengo muchos amigos que son médicos. Hace poco, uno de ellos me contó que llegó a su consulta de pueblo una señora con un bulto en una mama. Sabiendo bien que para la prueba diagnóstica que precisaba la paciente hay lista de espera, decidió punzarla en su mismo “ambulatorio”, como llama aún a su centro esta paciente. El mismo día solicitó la prueba, y envió a Anatomía Patológica lo que sacó del pinchazo. Dio positivo. Un carcinoma. Para su sorpresa, le llamaron desde la consulta del colega de turno de radiología para abroncarle sobre quién era él para punzar a esa paciente en un Centro de Salud, que si no sabía que se podía haber desangrado en caso de estar con anticoagulantes orales, y otras cosas por el estilo. La cara de mi amigo era un cuadro. Quién mejor que él para saber que esa señora no tomaba anticoagulante alguno, siendo como era paciente suya, y teniendo que meter en el Diraya todo lo que tomaba y no tomaba la señora. A veces creo que muchos especialistas no miran ni la historia cuando entramos a sus consultas. Que los de Familia lo hagan, les sonará a ciencia ficción.
Y sigo con mi pregunta: ¿para qué narices sirve entonces el especialista?; ¿le mueve que se pueda salvar la vida de un paciente acelerando el inicio de un tratamiento oncológico, saliendo de dudas mediante una punción, o esto le fastidia? Si le fastidia es que olvidó el no sé qué hipocrático que dicen que juran, no sé, no sé, solo soy paciente… pero, por sentido común, algo no encaja. El ego se debería dejar colgado donde cuelgan las batas, y soltarlo a la vez que se la ponen. De otro modo… ¿para qué sirve un especialista?
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Beatriz González Villegas.
Nueve de diciembre de 2.015.